Ha pasado un siglo del nacimiento de la palabra y de un concepto que antes causaba temor y ahora (parece) resulta inofensivo

FUENTE: www.elpais.com

AUTORA: Monika Zgustova

“¡Robot!”, contestó el pintor Josef Čapek, con la boca llena de pinceles, a la pregunta de su hermano Karel, escritor, sobre qué nombre ponerle al artificial ayudante del hombre en la obra de teatro que estaba terminando. Karel no tuvo que pensárselo mucho. Robot: la palabra se ajustaba perfectamente a su personaje artificial. Además, era familiar: robota, en checo y en otras lenguas eslavas, significa “trabajo duro”.

Esta escena tuvo lugar hace justamente cien años. La obra de teatro se tituló RUR Rossum’s Universal Robots. El nombre Rossum significa “inteligencia” en las lenguas eslavas, de modo que ya el título daba a entender que trataba de la inteligencia artificial que tenía que estar al servicio del hombre. Sin embargo, Čapek tenía siempre presente el horror que se apoderó de él cuando, unos años antes, la tecnología bélica se había girado contra el hombre en la I Guerra Mundial. Observaba con temor la evolución científica de la inteligencia artificial y en su obra retrató una rebelión de los robots que acaban dominando al hombre. Se estrenó en 1921, tuvo mucho éxito en los escenarios eu­ropeos y estadounidenses, y se tradujo a 30 idiomas.

Pero, sobre todo, brindó al mundo la palabra “robot”. Y con ella marcó toda una línea de novelas y películas que, también después de la II Guerra Mundial, siguieron con temor el desarrollo de la robótica. Tal vez la más conocida de todas sea 2001: Una odisea del espacio, versión cinematográfica que Kubrick hizo de unos cuentos de Arthur Clarke. También aquí el ordenador Hal va adquiriendo propiedades humanas y, al sentirse amenazado, se rebela y acaba convirtiéndose en un asesino de los hombres.

Hace unos años, en el Festival Grec de Barcelona vi la obra Las tres hermanas, de Antón Chéjov, puesta en escena por la Seinendan Theatre Company y el gran innovador teatral Oriza Hirata, que trabajaba tanto con actores como con androides y robots. Mientras entraba en el teatro me imaginé que vería otra distopía sobre los hombres que se ven dominados por los que debían de ser sus ayudantes. Pero no: tanto androides como robots convivían en la obra tranquilamente con los humanos. El robot, una divertida caricatura, desempeñaba el papel de una de las hermanas, al igual que el androide; ambos —mejor dicho, ambas— se sumergían aunque no quisieran en el mundo de los sentimientos.

Acabo de leer Klara y el Sol, de Kazuo Ishiguro. También sus protagonistas se olvidaron de los temores del siglo XX. Situada en Estados Unidos en un futuro indefinido pero no muy lejano, la novela habla de Klara, una robot que sirve de amiga de una adolescente con problemas de salud. Ni la adolescente, ni sus amigos dan vueltas a las preguntas filosóficas sobre la naturaleza de esos frutos de la tecnología ni contemplan la posibilidad de su rebelión: como cualquier máquina, Klara está allí para servirles y, cuando se ve superada por modelos más avanzados, se la tira a la chatarra y punto.

Al cerrar el libro, pienso que, un siglo después de la aparición del primer robot amenazador en la escena del Teatro Nacional de Praga, nuestra visión de la inteligencia artificial se ha enriquecido. Ha sido un largo camino, con guerras y dictaduras y bombas atómicas de por medio. Muchas tareas se han robotizado y no solo en la industria, sino incluso en nuestra cotidianidad. El robot ya no da miedo. ¿O sí?


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